PRIMERAS CALLES

Salgo del portal con Daniel y cerramos suavemente. No hay nadie por la calle. Noche oscura, azulada y sorda. Pensamientos adormilados y tensión. Blasco de Garay, bajando hacia Alberto Aguilera. Caminamos juntos, a paso ligero por la acera. Unas pocas ventanas iluminadas por los televisores. Vecinos trasnochando… benditos sean. Avanzamos más tranquilos. ¿Vamos al garaje de mi padre?, dice Daniel, iremos más rápido en coche. Absurdo, están todos sin gasolina, respondo. Pero él sabe que a los dueños del garaje les quedan unas latas todavía. Puede ser una opción. Está en Galileo. Vamos para allá.
 




Los coches siguen aparcados en las aceras, inmóviles por la falta de combustible. Al principio, las grúas no paraban de recoger y aparcar vehículos que se habían quedado secos en medio de las calles. Ahora ya no hay huecos para aparcar. Tampoco hace falta, porque los coches no se mueven. Y da la sensación de que todo sigue como siempre, que son las mismas calles de toda la vida en las que podías pasear de noche mientras te echabas el último cigarrillo y sacabas al perro. Y ahora que lo pienso… ¿dónde están los perros? 

¡Qué hijos de puta! ¿Has visto? Sólo ponen programas de cocina, dice Daniel mirando el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Múltiples televisores encendidos, diferentes cadenas, pero todas emitiendo suculentos programas de cocina. A Daniel se le humedecen los ojos mirando la preparación de los alimentos. Abro la mochila y le ofrezco una galleta, pero la rechaza, como antes en casa: puedo aguantar, dice echándose años y coraje. Lo cierto es que pocos chavales se atreverían a cruzar la ciudad para ver a la persona que quieren. Él y yo estamos juntos en esto.

Saco uno de los adhesivos que llevo en la mochila y lo pego en medio del escaparate de los televisores:

NO MÁS ANEXIONES
Ω
RESISTE
ERES NUESTRO FUTURO

¿Eres de la resistencia?, se alucina Daniel. Le digo que sí. Dani se sonríe: pues no os va a servir de mucho ya. Estúpido niñato derrotista, pienso. No sé de qué coño tenéis la sangre ahora, le digo.

Daniel se para ante una calle pequeña que atraviesa edificios. Por aquí atajamos, me dice y entra. Y antes de que pueda detenerle, comienzan a escucharse GRITOS METÁLICOS. Daniel se tapa los oídos pero no consigue atenuar estos gruñidos atronadores. Algunas ventanas de la pequeña calle comienzan a ENCENDERSE. Sombras veloces, confusas tras los visillos. Daniel chilla para amortiguar los gritos y para acallar el dolor que le recorre el cuerpo. Cae al suelo, al borde del desmayo. Las LUCES CRECEN y lo van devorando todo.

La calle se lo está comiendo. Desde la entrada, sin cruzar el umbral, estiro un brazo todo lo que puedo para cogerle de la pernera del pantalón. Voy arrastrándole a tirones hasta sacarle del todo. Las ventanas comienzan a apagarse y los chillidos a extinguirse.

Dani llora desconsolado en el suelo. ¡No vuelvas a hacer esto!, le grito. Antes de entrar en una calle mira que haya alguna luz, ¿me oyes? Pero el chico está aturdido, y observa la calle, apagada del todo, silenciosa, pura trampa. Le seco un leve rastro de sangre que tiene en el oído. Flota un AROMA REPUGNANTE. Dani se tapa la nariz y dice que huele a cable quemado. Pues acuérdate bien de ese olor, le digo, porque así huelen ELLOS.

Le levanto y le pongo firme. Ya ha pasado el susto. Aún así, no consigue evitar una rápida llorera y se me abraza. Es sólo un niño. Seguimos ruta.

Una calle tomada es una calle silenciosa, pero llena de pensamientos solapados, de bisbiseos. Calle oscura. Ciega completamente. Sólo la luz de la luna se refleja en los balcones donde siluetas invisibles acechan tras los visillos. Una calle tomada huele a cobre, a electricidad, a parque de atracciones... Pero una calle tomada, no está muerta. Acecha. Te huele según entras y se prepara para destrozarte por dentro, hasta diluir tus más pequeñas ideas y recuerdos y convertirte en uno de Ellos.

(Diagnóstico de calles por LUZ y OLOR)

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