MOTIVOS DEL VIAJE

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Imposible dormir. Aunque Irene ha conseguido conciliar el sueño, respiración leve, silbada... Yo no paro de pensar en papá.


En el salón tengo una vieja cajetilla oculta tras unos libros. Y ha llegado el momento de encender unos de esos secos cigarrillos. Tabaco que cruje, salpica chispas, y un humo denso, casi doloroso, que se me pega a los pulmones. Mareíllo rápido, suave temblequeo de brazos. Y ahora me atrevo con el álbum de fotos. Sólo cuatro o cinco de mi padre. Casi todas de hace más de diez años. Hace mucho que no hacemos fotos, desde que mamá murió. En esta se le ve con pose regia, sonriente… y acababa de enviudar. No estaba bromeando, simplemente fingía. Se ha pasado casi toda la vida aparentando seguridad, saber lo que se hacía, pero con el tiempo acabas descubriendo los trucos de toda la gente. Especialmente los de tus padres. En fin… apago el cigarrillo y… me seco las lágrimas que me han aparecido sin aviso, casi sin dolor siquiera.

Limpio el cenicero en la cocina y tiro la colilla a la basura. Un golpe de hedor de esta bolsa de hace cuatro o cinco días. Apenas echamos casi desperdicios con tantas carencias. Ato la bolsa y cojo las llaves. Necesito sacarla de casa. No soporto tanta podredumbre alrededor.

Bajo andando los tres pisos para no llamar la atención con el ascensor. Cuando llego abajo, veo una silueta junto al portal. Es un chaval, y está oteando la calle desde dentro. No me atrevo a sacar la basura y decido volverme, pero el chico me descubre. ¡Ehhh! Es Daniel, el hijo de José y Berta. ¿Qué haces ahí?, le pregunto. Me dice que se va de casa y pulsa el botón para abrir el portal. Oye, venga, no hagas tonterías, intento convencerle cogiéndole del brazo. Pero él se zafa y dice que va a ver a su novia y no se lo puedo impedir. Mejor dejarlo para mañana, insisto cerrando el portal. Daniel se cabrea y vuelve a pulsar el botón mientras me grita: ¡Mañana puede que su calle esté tomada! ¡Y el hospital donde está tu padre también!

La frase funciona como un resorte. Tiene razón. El caos se está disparando y ahora todo es cuestión de días, casi de horas, y no se puede dejar nada importante para mañana. Le pido que me espere un momento y vuelvo a casa.

Me visto con el chándal apolillado y meto en una mochila parte de mi instrumental médico y un manojo de llaves. Me guardo una galleta y me como otra. Mochila al hombro, abro la puerta y… ¿Adónde vas?, me dice Irene que camina tambaleándose. Vuelvo enseguida, anda, vete a la cama. ¿Vas a ver a tu padre?, dice asustada. Puede que no llegue a mañana, digo apenado. ¡O puede que haya muerto ya!, me llora. No te vayas, por favor... ¡o déjame ir contigo! Estás muy débil, Irene, no avanzaríamos casi. Voy a intentar conseguirte ácido fólico en el hospital y algunas otras vitaminas. Pero Irene no se tranquiliza, tiene miedo porque si Carmen volviera y pidiera una nueva votación, ¡estaría en minoría! No abras a nadie, la ordeno, hazte la dormida, que yo volveré enseguida, ya verás. La beso en la frente y activo mi teléfono móvil. Enciende también el tuyo. Para qué, si están todos intervenidos, se queja. Le pido que me envíe un mensaje cada hora, un simple asterisco o una letra, y así sabré que todo va bien. Irene ya no tiene energías para discutir más. Me agacho y beso su barriga: Y tú ahí quieto, ¿eh, campeón?

1 comentarios:

Anónimo dijo...

No sabéis como os entiendo... A mi me ha pillado esto con mis hijos de campamento y os podéis imaginar mi desesperación. Y lo peor es que no sé que es mejor, si que se queden en la sierra y no volver a verles o ir a buscarles y que estemos todos juntos cuando tomen toda la ciudad... No se... me estoy volviendo loca de la angustia... y mi barrio está casi tomado...

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