Irene apenas es un recuerdo de la chica con la que me casé. El miedo te puede cambiar por completo. Y más cuando es constante. Acaba de refreír el último trocito de carne que nos queda en la mugrienta sartén. No la limpia para no desperdiciar los restos de aceite adheridos.
Irene roza la treintena, aunque por su aspecto enfermizo parece mayor. A pesar de estar demacrada, se palpa constantemente su prominente barriga. Sus ocho meses de agónico embarazo. Se desespera intentando que se mueva lo que lleva dentro. Coge con los dedos el pedacito de carne y mordisquea los bordes. Sólo pequeñas fibras para que le cunda más la cena. Y para dejarme algo a mí. Luego abre el grifo. El agua sale muy turbia, pero da un trago. Lo necesita para llorar.
En cuanto entro en casa la veo en pleno llanto, como casi siempre. Hace semanas que está totalmente vencida. Me harto de consolarla. Me aburre su voz trémula, siempre al borde de un desmayo que no llega nunca. Pero tengo que cuidarla porque lleva dentro a mi niño. Mi primer hijo.
Aun así, antes de que se lo digan los vecinos, me adelanto yo y le cuento que han tomado Cea Bermúdez y que no podré volver a la clínica, que por eso traigo estos medicamentos en la caja. Pero a ella lo que más le angustia es el mercado. ¡No podremos ir más al mercado!, dice amenazando con un nuevo llanto. Nos queda el mercado de Vallehermoso, digo para tranquilizarla, pero ella sabe que ¡Allí no les queda nada!
Saco un paquete de galletas de la caja de medicinas y se lo doy. Prometo que mañana Mario nos dará algo más. Ella se lleva el paquete a la cocina. La sigo y bebo un trago de agua turbia. Imagino una botella azul y fresca de Solán de Cabras... pero el paladar pelea con los residuos del agua y me devuelve a la realidad. Irene me pasa la sartén con el trocito de carne que queda. Prefiero que se lo coma ella. Lo necesita, aunque sea prácticamente basura.
Irene vuelve a palparse la barriga y asegura que el bebé no se ha movido en todo el día. Hago el paripé de siempre y le paso la mano por el vientre. ¡Seguro que está muerto!, insiste aterrorizada. No se tranquiliza hasta que saco el fonendoscopio del maletín y ausculto su barriga. Para convencerla le paso los audífonos. ¿Lo ves, tonta...? Sólo está dormido. Abro el paquete de galletas y le doy una. Se la come a mordisquitos, como un ratón nervioso, atemorizado. La beso en la cabeza. Como a una niña. Pero no la digo que está muy anémica, que necesita vitaminas, y
ácido fólico para el bebé. Y ya no podemos recurrir a la clínica ni a las farmacias de la zona, desabastecidas de cosas básicas. Quizá haya que ir pensando en ir a algún hospital a adelantar el parto antes de que quedemos totalmente rodeados.